Mi nombre es Eduardo Velázquez y conocí a la Comunidad Católica Al Tercer Día en el año 2004.
Por el tiempo que pasó desde ese primer encuentro hasta ahora se hace difícil dar un testimonio resumido de mi experiencia de sanación, porque esas primeras impresiones se mezclan con todo lo que fui descubriendo a partir de mi experiencia de fe. O sea que fui comprobando, que la fe no es solamente una creencia, sino que también es una mirada nueva sobre las cosas y los hechos, de la vida que nos van aportando un nuevo conocimiento.
Mi llegada al grupo y mi reencuentro con la fe, vino a partir de la aparición de un malestar en mi cuerpo y especialmente, en mi estado de ánimo del que me sentía incapaz de salir por mi propia fuerza. Comencé a sentirme extraño, desconocido de mí mismo, como si me estuviera convirtiendo en otra persona. No era un malestar físico. Simplemente no tenía más ganas de hacer ningún esfuerzo, a la vez que me sentía agobiado de todo sin ninguna razón aparente.
De todas las posibilidades que fui investigando, me pareció que podía tratarse de un ataque de pánico, aunque lo creía raro siendo que yo era una persona que en mi vida había asumido muchas responsabilidades y atravesado por muchos riesgos. No tenía ni idea de qué podía haberme pasado, ahora que tenía 42 años, para caer en este miedo indefinido que me tenía paralizado.
En ese año, para época de Pascuas, empezaron a ocurrir una sucesión de hechos providenciales. Puede ser que yo haya hecho una especie de oración inconsciente, un pedido de ayuda a Dios. A ese Dios de quien yo no estaba seguro de que existiera.
Al momento que se me ocurrió la posibilidad de asistir a algún taller sobre miedos y fobias, sintonizo en un programa de FM un testimonio desconocido de alguien que decía haberse recuperado de sus miedos después de asistir a un taller. Inmediatamente tomé lapicera, papel y anoté un teléfono. En el teléfono, una voz amable me explicó de qué se trataba y me alentó a participar. Y lo más milagroso fue que, en el día y la hora que acordé asistir, cobré ánimo, me subí a mi bicicleta, y viajé en la noche hasta el salón donde se realizaba la reunión.
Al entrar en el salón, una sonrisa y un abrazo me devolvieron la paz. No era un sentimiento fingido, supe que todo aquello era sincero. Se trataba de un grupo de personas trabajando, con la única intención de llevar un bien a otros. Un matrimonio con una guitarra entonó un canto de alabanza a Dios. A continuación, una joven sicóloga explicó de qué se trataban los ataques de pánico y su propia experiencia que la llevó a recuperarse y salir de ellos. Después vino un testimonio de un hombre sobre su reencuentro con la fe en Cristo y por último en mensaje final que yo ya conocía, pero había dejado sepultado desde mi niñez.
Entonces tuve una revelación. Lo que yo tenía no era ni miedo, ni pánico, ni angustia, ni fobia. Yo había perdido la esperanza. Carecía de toda esperanza.
Entonces me pregunté: ¿qué terapia podía devolverme la esperanza? ¿En qué farmacia me podían vender píldoras de esperanza?
Pues bien, me dije, vos sabes de lo que se trata, vos ya probaste de todo y nada dio resultado; ahora se trata de empezar de nuevo, como si recién aprendieras, como si no hubieran pasado 42 años, como aquel niño de 7 años en catequesis de primera comunión.
Pero… ¿qué cambiaba en este nuevo presente.? La otra revelación que tuve es que este camino no podía hacerlo solo. No era suficiente con una breve recuperación; había que seguir adelante y hacia lo profundo integrado a un grupo de personas con los mismos lazos y con el mismo empuje hacia la misma meta, aunque cada uno siguiera su propio proceso de transformación.
Como aquella historia maravillosa que relatan los evangelistas del hombre paralítico que es llevado a hombro por sus cuatro amigos en una camilla al encuentro de Cristo, nosotros en comunidad pasamos alternativamente de ser los postrados a ser los portadores, y así sucesivamente, portadores a postrados, y vuelta al revés.
Este es mi mensaje que quiero dejarles, que la comunidad es el mejor medio para entender quién es Cristo, comprender cuál es la esperanza a la que Él nos llama y, lo más importante, comprobar la realización de su promesa: su Presencia real y efectiva entre nosotros.